¿Cómo potenciar tu liderazgo saludable?
Matías lleva el departamento de compras de una multinacional. Él nos revela que su realidad está sujeta a una media de 12 horas diarias de trabajo presencial, más un goteo incesante de trabajo a través de las redes en casa. A menudo debe viajar y en el mejor de los casos atender calls en plena madrugada, puesto que las sedes de la compañía en la que trabaja desde hace 10 años se encuentran en zonas horarias distintas, al otro lado del globo. Relata que tiene realmente poco espacio para desconectar: la tecnología ofrece ventajas, pero en ocasiones se cuela en nuestra vida apoderándose de nuestro tiempo y nuestros recursos. Continúa explicando que se siente abrumadoramente responsable y presionado por cuidar de su recién estrenada familia, con 1 hijo de 2 años y otro en camino. Y aunque provee estabilidad a su familia, convive con la culpa de no poder ofrecerles su tiempo y su disponibilidad real. Mal duerme por las noches y convive con una insatisfacción resignada. Narra su escenario con una sonrisa aprendida automática, puesto que asimiló desde hace años, según dice, que la vulnerabilidad en la jungla de cristal no está permitida si se quiere ascender.
Vemos casos como el de Matías con una frecuencia aplastante. Los testimonios que escuchamos a diario nos reiteran que la vida va muy deprisa, que el mundo nos exige, y que inevitablemente todos coexistimos con el estrés. El estrés ocurre cuando percibimos un exceso de demandas en relación a los recursos con los que contamos para atenderlas. La vida nos demanda, tanto a nivel personal como a nivel laboral; si a eso le añadimos el hecho de además ocupar una posición de responsabilidad en la que se debe liderar a un equipo de personas, la ecuación se complica todavía más.
Existimos en un contexto empresarial que fomenta la competitividad, la presión por los resultados, la adaptación reiterada a los cambios constantes y la híperdisponibilidad. El mundo avanza rápido, y nos exige multitud de recursos personales y emocionales para poder hacer frente a las feroces demandas que nos plantea. Dados los índices de estrés que invariablemente aparecen en las encuestas de riesgos psicosociales que administran las empresas a sus empleados, estamos asistiendo al nacimiento de un cambio de paradigma lento pero progresivo en el que empieza a haber una consciencia creciente de que, las personas que integran las organizaciones, entre ellas las que ejercen roles de liderazgo, son, en efecto, personas.
Aunque parezca una afirmación sorprendente por la obviedad que conlleva, el retrato que hasta hace poco se dibujaba del líder era el de una persona con súper poderes propios de un súper héroe. Cuando acudimos a toda la literatura que define las características del líder “ideal” a través de diversas etiquetas diferenciadoras, vemos el retrato robot de alguien con los conocimientos, experiencia y habilidades necesarias para dirigir la empresa de manera eficaz, guiar a su equipo de trabajo y promover el cambio dentro de la organización. Alguien con capacidad de manejar la incertidumbre y adaptarse a los requerimientos de una sociedad en transformación permanente. De alguien carismático, con inteligencia emocional y capacidad de escucha y empatía; de alguien con la capacidad de ganarse la admiración de sus compañeros, a los que ha trasladado la misión de la organización y cómo conseguirla a través de sus dotes de comunicación, y que, además, posee otras habilidades personales, como una buena capacidad para la escucha, una buena capacidad de análisis y una gran destreza en la toma de decisiones, con las que consigue alentar y orientar a cada uno de los miembros de su equipo. Es un retrato robot cuanto menos, exigente.
¿Qué ocurre cuando la persona que ejerce ese liderazgo, es, como decíamos, una persona? En nuestra experiencia como psicólogos, podemos constatar que TODO ser humano tiene miedos, inseguridades y en definitiva, emociones, y en el caso de cualquier líder, no es distinto. El problema radica en la distancia que existe entre la condición humana de cualquier persona y el poso de memoria histórica que arrastramos a nivel cultural y empresarial en el que el liderazgo con flaquezas humanas no tiene cabida.
Desde esta perspectiva, a menudo nos encontramos con personas atrapadas en la incoherencia de su propia vulnerabilidad, dedicando toda su energía a compensar supuestos déficits bajo máscaras de implacabilidad que, lejos de hacerles parecer ideales, acaban sacando lo peor que llevan dentro. Si a eso le sumamos el ingrediente estrés, entramos en el escenario del liderazgo tóxico, aquel que saca lo peor de las personas y de los equipos. De hecho, hay encuestas que avalan que en España el 36% de los líderes son tóxicos.
La expresión de líder tóxico se empezó a utilizar en los estudios de comportamiento organizacional y liderazgo a partir de 1996, año en que se publicó el libro Toxic Leadership: When Organizations Go Bad (Liderazgo tóxico: Cuando las organizaciones van mal), de la Dra. Marcia Lynn Whicker. Según la Dra. Whicker, los líderes tóxicos son personas con un gran sentimiento de insatisfacción en su interior, que desprovistos de empatía y cegados por su propia ambición teñida de control, ven a sus colaboradores como amenazas y por tanto bloquean sus iniciativas obteniendo el “éxito” a base de minimizar, manipular o directamente tapar los éxitos de los demás.
El líder tóxico no permite el flujo libre de ideas, se promueve a sí mismo en perjuicio de sus empleados, es sumamente crítico de su personal, disminuye la confianza de sus empleados y principalmente, abusa de su poder. El liderazgo tóxico genera un ambiente hostil y un ambiente de trabajo no saludable para el personal bajo su dirección.
Retomemos el hilo: los líderes son personas. Ninguna persona bajo las garras del estrés saca lo mejor de sí misma. En un entorno donde la variable reina es en efecto el estrés, ¿Qué es y qué implica el liderazgo saludable?
Todo buen liderazgo empieza por uno mismo. Cuando una persona es capaz de conocerse a sí misma, de saber qué situaciones provocan en ella determinadas reacciones, de identificar sus emociones y en definitiva de hacer uso de la autoconsciencia para responder a los eventos de la vida de forma (más) saludable, está haciendo uso de su autoliderazgo. El autoliderazgo implica manejar las riendas de la vida y tener una actitud protagonista, sin caer en el victimismo propio de aquellos que se dejan arrastrar por las emociones negativas y las circunstancias. El autoliderazgo implica ser conocedor de los propios disparadores emocionales, aquellos que se activan ante situaciones generadoras de miedos, inseguridades y egos. ¿Para qué? Para actuar de forma consciente y dar lo mejor de uno mismo para en efecto, sacar lo mejor de los demás.
Entonces, ¿Qué entraña en esencia ejercer un liderazgo saludable?
- Como decíamos, para liderar, hay que poder liderarse primero. Desde aquí, el autoconocimiento es la base de todo liderazgo saludable puesto que permite manejar adecuadamente el propio GPS emocional. El piloto automático o la ignorancia acerca de uno mismo pueden ser promotores de comportamientos tóxicos enraizados en el miedo, la inseguridad o el ego.
- Mostrar coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. La seguridad no radica en hacerlo todo sin fisuras, sino en poder manifestar comodidad en el hecho de no saberlo todo ni llegar a todo. La vulnerabilidad es humana y los líderes también lo son.
- Dar ejemplo, o el famoso “leading by example”. Esto no deja de ser un anexo al punto anterior, puesto que es imposible dar ejemplo, sin coherencia.
- Encontrar un buen equilibrio entre “exigir” al equipo (dedicación, entrega, actitud y resultados) y “dar” (reconocimiento, conciliación, salario, etc.).
- Humildad y agradecimiento al buen trabajo del equipo. La humildad no denota debilidad, sino un buen balance entre vulnerabilidad y fortaleza, que nos devuelve al concepto de líder humano que sin duda promueve la cohesión con el equipo, tan importante a la hora de que el engranaje funcione. Desde ahí, el líder, en tanto que persona, invita a la cercanía necesaria para que la comunicación fluya mejor entre las personas de su equipo.
- Saber escuchar y con ello dar prioridad al hecho de conocer a las personas que integran el equipo. De nuevo, esta cercanía conduce a un clima favorecedor de la comunicación.
- Promover el crecimiento de los colaboradores, invitándoles a afrontar retos ya sea a través de su implicación en proyectos, o de la formación.
- Ponderar la exigencia por los resultados, y el cuidado de las personas. Los objetivos son cruciales para la buena marcha de la empresa, pero sólo se pueden conseguir con el trabajo de personas saludables a nivel físico, mental y emocional. Por ello el foco es doble (resultados y personas).
- Hacer uso de la asertividad, manejando los conflictos de cara, para velar nuevamente por la calidad de la comunicación y por ende de las relaciones interpersonales.
- Ofrecer feedback periódico sobre el desarrollo de los trabajadores y a la vez, aceptar sus opiniones en cuanto a las propias actuaciones.
Con todo, un líder saludable, está equipado para manejar el estrés, porque desde el autoliderazgo, maneja su vida y mantiene su batería emocional a flote. Desde ahí, minimiza las posibilidades de traspasar el estrés nocivo al equipo, y se enfoca en sacar lo mejor de sí mismo y de las personas que colaboran con él o ella.
En la actualidad está más que comprobada la relación que existe entre el liderazgo saludable y unos resultados excelentes, tanto a corto como a largo plazo. Por ello estamos convencidos de que la mejor inversión que puede hacer una organización, es la del cuidado de sus trabajadores.
Directora clínica, psicóloga y formadora. Dirección del Healthy Leadership Program.
Con más de 15 años de experiencia en el tratamiento de la ansiedad, el estrés y la gestión emocional saludable tanto en ámbito privado, como en la empresa.